Estamos en el Retiro. Son las siete de la tarde. Dos niños juegan a la pelota contra unos sillares milenarios que hacen de improvisado frontón. Les observa una pareja que aguarda el atardecer. Apoyados en los muros, unos jóvenes fuman y charlan distendidamente. Son los anónimos habitantes de la ermita de San Isidoro y San Pelayo. Todos ellos desconocen que están ante una obra cumbre del maestro Fruchel, autor de varias de las joyas más formidables del románico en España.
La historia de la ermita es digna de una novela de Ken Follet. Ya Javier Sierra se atrevió a situar “El fuego invisible” (Premio Planeta 2018) en ese entorno mágico del extremo nororiental del Retiro, llamado El Reservado, donde conviven la Montaña Artificial, la Casita del Pescador, una misteriosa fuente con forma de Santo Grial y la única construcción románica de la capital española. No estuvo siempre ahí. Llegó a Madrid a finales del XIX desde su emplazamiento original, junto a la puerta de Malaventura, en la muralla de Ávila.
De la ermita original solo se conservan hoy el pórtico y el ábside, con los característicos capiteles decorados con grifos, aves, leones, serpientes y motivos vegetales, cada vez más deteriorados. Vamos a conocer algo más su historia y la de su autor, el maestro Fruchel.
Una ermita del siglo XII que acogió los restos de San Isidoro de Sevilla
La primitiva emita data del año mil. Se dedicó inicialmente a San Pelayo, un niño mártir que, de acuerdo a la tradición cristiana, entregó su vida en Córdoba en el año 925 al negarse a satisfacer los supuestos deseos libidinosos de Abderramán III. Pero la ermita adquiriría su máximo esplendor varias décadas después, cuando por azares del destino su nombre quedaría asociado a San Isidoro de Sevilla (556-636).
En 1062, el rey Fernando I el Grande de León y Castilla ordena trasladar los restos del santo desde Sevilla hasta León. En el viaje por la península, el cortejo fúnebre se ve obligado a detenerse un tiempo en Ávila, al enfermar uno de los miembros de la comitiva, el obispo leonés Alvito, posteriormente canonizado como San Alvito. A la espera de que se recupere el obispo, se depositan los restos de San Isidoro en la ermita de San Pelayo. El obispo fallece en Ávila y la comitiva reanuda el viaje hasta León, donde queda definitivamente enterrado San Isidoro. A partir de entonces la ermita abulense tomará el nombre del santo hispalense. De ahí que aún hoy, en el Retiro, la conozcamos como ermita de San Isidoro y San Pelayo.
La ermita se convertirá a partir del siglo XII en un lugar de peregrinaje y advocación a este Doctor de la Iglesia, uno de los grandes sabios del primer milenio, que compendió en las Etimologías el saber de la Antigüedad. En 1162, como nos recuerda en un artículo de Amigos del Románico Francisco Javier de la Fuente Cobos, es sometida a una reconstrucción que la configura como hoy la conocemos.
El autor de esta nueva ermita es un arquitecto y escultor llegado de Centroeuropa y que tendrá un papel capital en el románico español: el maestro Fruchel (Borgoña, fecha desconocida – Ávila, 1192). Su estancia en Castilla coincide con el período de máximo esplendor del románico en Castilla, bajo el reinado de Alfonso VIII.
A Fruchel le debemos tanto la ermita de San Isidoro como la de San Andrés y, sobre todo, una de las joyas del románico europeo: la basílica de San Vicente. Todas ellas, en Ávila, ciudad donde aún se conserva el edificio que sirvió de casa-taller del artista borgoñón, que también intervino en la construcción de la catedral abulense como maestro de obras.
Fruchel es citado como magister operis in cathedrali ecclesia en los documentos de la época. Del arte románico apenas conocemos los nombres de sus arquitectos. Sobresalen dos, por encima de todos: el maestro Mateo, autor del Pórtico de la Gloria, en Santiago, y el maestro Fruchel.
Gracias a la profesora de la Universidad de Valladolid Guadalupe Ramos de Castro, que buceó como nadie en la figura del maestro borgoñés, sabemos que Fruchel se movió entre Ávila, Palencia y Zamora. En Ávila, como apunta De la Fuente Cobos, las ermitas de San Andrés y San Isidoro (realmente una reconstrucción) serán sus primeros trabajos. En ellos aparecen elementos propios del románico transpirenaico. A la construcción de las ermitas le seguirán sus dos principales encargos abulenses: la basílica de San Vicente, donde se le atribuye tanto el pórtico occidental como el impresionante cenotafio de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, y la Catedral, de la que será su maestro de obras.
Poco sabemos de Fruchel, pues sus orígenes se pierden en una época tan difícil de documentar. Los historiadores solo se aventuran a confirmar que era de Borgoña, una región francesa que en la época formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, y que a Castilla llegó por su estrecha relación con el rey Alfonso VIII, que le hizo su arquitecto de cabecera. Alfonso, el rey castellano vencedor de la batalla de las Navas de Tolosa, pertenecía a la dinastía de la Casa de Borgoña.
Fruchel se casó con doña Amelina y tuvieron seis hijos: Giral, Elvira, Lope, Pelegrius, Arlote y Berta, según documenta Guadalupe Ramos de Castro. Que el primogénito se llamara Giral hace pensar que el padre también se llamara así y, por eso, en ocasiones se le identifica como Giral Fruchel.
En Fruchel se personifica el nexo entre el románico y el primer gótico en la península. Su obra, como decimos, se extiende por Castilla e incluso el historiador palentino Miguel Ángel García Guinea, uno de los grandes expertos del románico, atribuye a Fruchel el tallado de varios capiteles del monasterio Santa María La Real, en Aguilar de Campoo, actualmente en el Museo Arqueológico Nacional.
La ermita: así viajó de Ávila a Madrid, con escala en San Sebastián
La ermita permanece extramuros de Ávila durante 700 años hasta que, tras la Desamortización de Mendizábal, se desacraliza y pasa a ser propiedad de una asociación de labriegos, que la utiliza como almacén. Un coleccionista español muy importante del siglo XIX, Emilio Rotondo y Nicolau (1854-1916) la compra en 1885 a los agricultores y decide transportarla a su casona de las afueras de Madrid, aproximadamente donde hoy está el cruce entre Menéndez Pelayo y Valderribas, en el barrio de Pacífico. Una vivienda conocida como “hotel árabe” y que convirtió en un fabuloso museo privado.
¿Cómo trasladó la ermita hasta Madrid? Como nos relata Armado López Rodríguez en Espacio, Tiempo y Forma, revista de la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, Rotondo y Nicolau la desmontó pieza a pieza, numerándolas y cuidándolas con mimo, como se hizo en la época con tantas joyas arquitectónicas españolas que terminarían en manos privadas o en museos, como el claustro cisterciense de Sacramenia (Segovia), actualmente en Miami, o los famosos claustros (cloisters) que alberga el MET de Nueva York.
Rotondo y Nicolau intenta venderla primero en 1893 al Ayuntamiento de San Sebastián por 40.000 pesetas, entonces una auténtica fortuna. Tras arduas negociaciones, se desestima la operación y el coleccionista dirige sus ojos a Madrid y al Museo Arqueológico Nacional, recién inaugurado. Intenta colocársela en 1892 al Estado para que se reconstruya en el jardín exterior del Museo y se celebren allí misas según el rito mozárabe. El Estado la compra finalmente por 18.000 pesetas, pero en lugar de emplazarla en el Museo termina cediéndola al Ayuntamiento de Madrid en 1896, que ubica los restos en El Reservado del Retiro.
Rotondo atesoró una inmensa colección de 12.000 piezas arqueológicas y paleontológicas. Cientos de esas piezas pueden verse hoy en día en el Museo de los orígenes (San Isidro) de Madrid, el Antropológico, el Arqueológico Nacional, el Museo Naval y el Museo de Ciencias Naturales. En un primer momento se exhibieron primero en el Mueso de Proto-Historia que inauguró en las Escuelas Aguirre (hoy Casa Árabe) a finales del XIX.
Sobre este personaje de vida novelesca conocemos muchos detalles gracias a investigaciones como la de la revista Espacio, Tiempo y Forma. Sabemos, por ejemplo, que fue hijo de Antonio Rotondo, que fue dentista de Isabel II, Amadeo de Saboya y Alfonso XII, y de Teresa Nicolau Parody, una notable pintora y miniaturista y una de las escasas mujeres de las que hay obra en el Museo del Prado.
Las huellas de la ermita que aún son evidentes en Ávila
Algunos de los sillares de San Isidoro y San Pelayo permanecen milagrosamente en el lugar donde estaba emplazada la ermita, junto a la Puerta de Malaventura, en Ávila extramuros. No por una voluntad conservacionista, sino puramente práctica: cuando se desmontó la ermita, las piedras no rescatadas fueron utilizadas en varias construcciones de los alrededores.
Impresiona verlos de cerca con su característica veta de piedra caleña que ha resistido el paso de mil años. Esa piedra amarillenta y anaranjada, con vetas rojizas, procede de las canteras del pueblo abulense de La Colilla. Una piedra muy querida por los escultores románicos de Ávila, que la utilizaron con maestría.
En Ávila reclaman que vuelva a la ciudad
En Ávila hay un incipiente movimiento ciudadano y patrimonial que reclama el regreso de la ermita a la ciudad. Dicen que allí la protegerán mejor y que no tiene sentido que siga languideciendo en el Retiro.
Durante años, los restos del Retiro fueron incluidos en la lista roja del patrimonio por parte de la asociación Hispana Nostra. Su reciente restauración y limpieza ha permitido que salga temporalmente de esa calificación de patrimonio en peligro. Los usuarios del parque, como los niños que ingenuamente juegan al balón utilizando el arco como portería o el ábside como frontón, en ocasiones lo maltratan. También los grafiteros hacen de las suyas. Quizá porque nadie les ha explicado que están ante una formidable obra de arte.
Texto: Ignacio Bazarra.
Fotos: Alberto di Lolli e Ignacio Bazarra.